lunes, 9 de febrero de 2009

Las ventanas y las pedradas


¿Ha recibido alguna vez su ventana piedras lanzadas por desconocidos? He tenido la sensación de recibir algunas pedradas, que felizmente no quebraron vidrio alguno, al revisar algunos blogs literarios que comentan con odio y frustración , el premio de poesía que gané. Digo algunos porque hay otros, de gente intelectualmente solvente, que ha comentado libro y galardón de un modo ecuánime y decente.
Que el Perú atraviesa por una crisis moral sin precedentes lo confirma el que gente supuestamente vinculada a la poesía exhiba sus sentimientos de inferioridad sin rubor alguno, que quienes se presentan como escritores o intelectuales den rienda suelta a sus instintos de bestia herida, simplemente porque no ganaron un concurso. Y lo peor de todo es que estos personajes traten, simultáneamente, de convencernos de que son rebeldes y puros, convencernos de que salvo ellos, que son la belleza y la verdad personificadas e irreductibles, todo está mal en el mundo. Podría tratarse de cínicos patológicos, pero también de psicópatas.
Probablemente si no hubiera sido funcionario del Gobierno de Fujimori o no habría tenido relación con él en modo alguno, los perdedores y despechados habrían encontrado otra excusa para justificar su fracaso.
Jamás negaré mi pasado ni inmediato ni mediato. No nací ayer y quienes me conocen personalmente saben que, a pesar de inmundas notas periodísticas, que hablan de un perfil deshonesto, nunca en mi vida he exhibido un comportamiento que me avergüence. Soy de los pocos funcionarios públicos de este país que puede decir que al ingresar a la administración pública tenía una pequeña fortuna heredada legítimamente y que ella, en vez de incrementarse, ha disminuido sensiblemente. No necesito exhibir pruebas o documentos, basta con exhibir mi vida diaria. Quienes sin conocerme afirman lo contrario, para engordar escuálidos argumentos, incurren solo en infamia. Es fácil decir o escribir lo que dicen , el papel o la pantalla aguantan todo. Si descargar veneno los consuela, me alegro por ellos.
Desde luego que habría preferido que lancen sus dardos solo contra mí. A mi me interesa muy poco que alguien me considere un mal poeta. Puedo ser feliz siendo un poeta menor o ni siquiera eso. Hay quienes no serán felices nunca porque no saben perder. Pero me parece totalmente injusto que personas que solo han expresado una opinión –a lo mejor equivocada- sean objeto de ataques abyectos. Probablemente ellos –personas respetables- estén en desacuerdo en que me tome la molestia de responder a anónimos o personajes que más allá del alarido y el vociferar irracionalmente, no dicen nada.
El fracaso –cualquier derrota- es terrible para los egocéntricos, egotistas y megalómanos. En mi vida he perdido varios premios literarios y he sido excluido de muchas antologías (no descarto que con absoluta justicia, ¿quien soy yo para juzgar mi obra literaria?) y me he quedado tranquilo, por que no es para tanto.
Pero los exhibicionistas, los grandiosos, los que gustan –patéticamente- de presentarse como genios no pueden, no saben asimilar la derrota, no están preparados para ella, crecieron –o mal crecieron- mimados en exceso por una madre ultra complaciente y quizá un padre excesivamente severo. Es en la infancia que podremos encontrar las razones para las pataletas más tristes e indignas. Cuánto disfrutaría un psicoanalista con esos textos llenos de rabia, al borde del frenesí.
¿Qué está pasando en el Perú? Psicópatas y bipolares se quieren convertir en líderes de opinión. La truhanería se disfraza de heroísmo. La mediocridad se constituye en jurado, en fiscal supremo, en sumo pontífice.

miércoles, 21 de enero de 2009

La dieta de la alegría


Los intelectuales padecemos a menudo de obesidad de información. Tragamos desmedidamente datos. Antes lo hacíamos a través de la tradicional ingesta libraria y hoy con el auxilio de ese monstruo de dos caras que es el Internet. A veces la Red funciona como una suerte de gigantesco restaurante de fase food : ofrece en encantadores envases información que no nutre ni intelectual ni espiritualmente, y que a veces suele llevarnos a cometer grandes errores o a confirmar y desarrollar algunas conductas patológicas.
Me enteré de una de estas últimas a través de un programa de televisión que co-dirige un antiguo condiscípulo, el notable actor peruano Gian Franco Brero. Se refirieron en 3G (así se llama el programa) a la ortorexia y la definieron en términos gruesos. Lector y navegante compulsivo como soy, me dirijí a Google para indagar por el significado, in extenso, del terminajo.Descubrí que mi conducta desde hace dos años es abiertamente ortoréxica. El texto que leí, que parecía muy serio, no dejaba lugar para la duda.
Efectivamente, desde que el año 2006 –el peor año de mi vida-, año en que me detectaron unos pólipos benignos en el estómago, en que se me reventó una úlcera duodenal, cuya existencia desconocía, y que rodé por unas escaleras y estrellé mi cráneo contra el implacable concreto, no sólo me he preocupado por recuperar peso, sino , igualmente por huir del temible colesterol y síntomas como los mareos. Es decir recuperar peso, evitando las grasas malas y, de paso hallando de una forma nunca bien entendida, la fórmula para alimentarse de modo sano, entera y radicalmente sano.
Demás esta decir que esta obsesión me llevaba a evitar carnes rojas, chocolates con leche, la propia leche y todo aquello que podría constituir un carcinógeno o el disparador de un infarto. Las lecturas frecuentes en Internet de temas relacionados con nutrición y prevención de enfermedades me llevaban a hallazgos que colocaban varios rubros de alimentos en la sección “prohibidos” e, igualmente a hallazgos que me convertían en devoto de otros alimentos y bebidas reputados como anticancerígenos, fuente de antioxidantes, polifenoles y antiocinaninas.
Conocí a respetables amigos vegetarianos, y hasta estuve a punto de ingresar al club de Ghandi, pero me dije que lo mejor era comer más verduras y frutas sin dejar proteínas animales que no estaban en la lista de venenos a largo plazo. Y seguí comiendo pollo, cuy y pescados, especialmente los azules. Pecaba alguna que otra vez con lo que mi amigo Mito Tumi llama “bichos marinos”, varios de ellos cargadísimos de colesterol. Pero la pasión por los mariscos es una pasión aunque suicida, irrefrenable.
Pero después del programa que ví por televisión, se me descuadró todo el esquema ortoréxico. Me di cuenta que durante un largo tiempo había perseguido una utopía nutritiva, que no soy médico, que mejor que todo el Internet es el sentido común y el sentido de mi cuerpo. Respecto a esto último debo confesar que algo que igualmente me hizo recapacitar fue lo que me dijo alguna vez, hará unos 25 años, un médico naturista japonés, al que acudí con con una lumbalgia tremenda, producto, sobre todo, de un estrés evidente. El japonés sentenció: “Usted no está cansado: está cansado su cuerpo”. Era verdad. Solemos a veces dejar de pensar en nuestro cuerpo y solo movernos en el territorio de las ideas.
Y retomando el hilo: yo hacía, o creía hacer, todo lo correcto para alimentarme bien y evitar que más adelante llegue el cáncer o a la arterioresclerosis. Pero mi cuerpo carecía de una buena batería, lo comprobaba a menudo. Fatiga, cansancio sin grandes esfuerzos. Depresión que muchas veces podía fácilmente explicarse por vivir en el Perú, pero otras veces, no. Algo le pasaba a mi cuerpo.
En algunas ocasiones la dieta ideal debe esfumarse. Ello ocurre cuando muy de tarde en tarde asistimos a una reunión social o a un almuerzo de camaradería. Vienen, entonces, los bifes angostos con papas fritas, algo de provolone, chupe de camarones o un crepe suzette. Saqué en cuenta que me pasaban varias cosas. Me sentía un tanto culpable sacando la cuenta de la cantidad de grasas nefastas que había ingerido, y en el colmo de la obsesión, pensaba cuanto tendría en los días siguientes, que sacrificar por el exceso pasado. Cosa de locos.
Pero ocurría también que me daba cuenta de que después de haber devorado un trozo nada modesto de vaca me llenaba de energía, caminaba más rápido, levantaba la cabeza, la pila o batería estaba cargadita.
Para no hacerla más larga, en una de esas, me acordé que el Buda escuchó, mientras meditaba cerca de la orilla de un río, a un profesor de música y su discípulo sentados ambos en un botecillo. Aconsejaba el mentor: “No tiemples el arco que pueda romperse, ni lo aflojes al punto que quede flojo.” En un afán ajeno al patrioterismo consignaré lo que al uso solían sentenciar nuestras abuelas: “Ni mucho que queme al santo, ni poco que no lo alumbre”. ¡Eureka!
Démosle curso al bife angosto, al pastel con crema chantilly, al piscacho y al chicharrón, todo con moderación. Y sigamos con las frutas, cereales y verduras, que no han sido hechos por las puras. Y parafraseando a Ricardo Palma: En medio de todo eso, póngale satisfacción. Sin alegría de vivir, uno se muere con la mejor de las dietas.

sábado, 2 de agosto de 2008

No una, sino muchas muertes


A julio de 2008 la cifra de muertos en accidentes en las carreteras del Perú, en lo que va del año, es aterradora: Cuatrocientos. Son cuatrocientas vidas cortadas de raíz, cuatrocientas familias sumidas en el más intenso dolor. La acumulación de esta montaña de muertos se ha producido durante el programa gubernamental, a cargo del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, llamado “Tolerancia Cero”. Obviamente, la intolerancia del Gobierno no ha sido tal, y la permisividad e indolencia de los burócratas del sector Transportes no puede ocultarse. Se trata de una burocracia añeja, superstite de todos los regímenes y que al parecer ha logrado neutralizar las buenas intenciones y la capacidad de una ministra capaz como Verónica Zavala. Pero el primer error de Zavala no fue deshacerse –si es que podía hacerlo- de una burocracia corrompida, sino asumir para su cartera toda la responsabilidad en un tema tan complejo como el transporte terrestre de pasajeros. Una burocracia más corrompida y más añeja, más diabla, como la del Ministerio del Interior se lavó las manos desde el inicio del mencionado programa, sabiendo que de la policía depende en sustantiva medida el control de carreteras. Hoy la prensa y la oposición piden la cabeza de la ministra.
El asunto tiene múltiples aristas. Nadie ha reparado que Lima, por ejemplo, que tiene unos juegos de agua en el Campo de Marte, que son un sueño, no posee algo elemental para una gran capital como la nuestra cuya población ya bordea los ocho millones de habitantes. Lima no tiene un solo terrapuerto y necesitaría, por lo menos tres. Cada gran empresa tiene el suyo y controla, como le da la gana, aspectos importantísimos como la identificación de los pasajeros, operación de la que depende la seguridad de los transportados. Algunas empresas lo hacen correctamente, otras deficientemente, y las que no tienen terrapuerto, pues no hacen nada. Para colmo existen paraderos informales como el célebre “Paradero de Fiori” donde nadie garantiza nada.
Un común denominador parece ser una práctica de la mayoría de las empresas, grandes o chicas, formales e informales: creen que los chóferes son máquinas y no requieren humano descanso. Por otro lado, que se sepa, no hay una evaluación profesional de los hombres que van a conducir un vehículo por 10,12 horas, recorriendo cien o mil kilómetros y, lo más importante, con una carga humana donde no faltan ancianos o niños. He repetido dos veces, adrede el adjetivo “humano” porque lo que hay aquí es una pavorosa inhumanidad. A quienes manejan estos negocios de transporte, y a quienes, a nombre del Estado, les corresponde controlarlos y fiscalizarles, pareciera no importarles la vida humana.
El Alcalde de Lima ha debido empezar, no por obras como sus juegos de agua, sino por terrapuertos. Pero, claro, su lógica es extraña y por eso, hoy no funciona siquiera el sistema de revisiones técnicas, que es un factor de singular importancia en el problema de los gravísimos y casi diarios accidentes en las carreteras. Pero como el Perú es un país de gente despistada, por decir lo menos, el burgomaestre limeño ostenta casi un record de popularidad.
Tres terrapuertos en la ciudad capital – en las entradas norte, centro y sur- no solo ordenarían el tránsito y harían más cómoda la vida de los pasajeros, sino que permitirían, si las cosas se hacen como se debe –es decir como en un país ordenado-un efectivo control sobre los operadores de transporte, como ocurre en los aeropuertos. Si un concesionario -y no la corrompida e inútil burocracia estatal peruana- se ocupa de controlar in situ aspectos como el cumplimientos de normas emitidas por “Tolerancia Cero” y no permiso para partir a un bus sin cinturones de seguridad, con un chofer cansado, con deficiencias mecánicas o incompleto equipo auxiliar, nos ahorraríamos muchas muertes. Incluso las revisiones técnicas a los vehículos se harían en un local anexo y serían frecuentes. Incluso se revisaría también a los conductores, alguno de los cuales son gente anormal, sicópatas. Y habría por cierto oportunidad para negocios como restaurantes, cines, spas, empresas serias de taxis, ect., lo que significaría una merecida comodidad para tantos sufridos pasajeros peruanos, y además una legítima muestra de orgullo ante visitantes extranjeros, que ahora se pretende asombrar en nuestros disneyescos jueguitos acuáticos.
Ya es tiempo de decirlo basta a la muerte, y también a la estupidez y la corrupción, encarnadas en políticos criollísimos que solo buscan asombrar con costosas y faraónicas obras, mientras descuidan lo elemental. Y todo para seguir en el poder.

jueves, 24 de julio de 2008

¿Por qué joden tanto, carajo?


Hace más de 30 años leí un cuento del extraordinario narrador uruguayo Felisberto Hernández, cuyo nombre no logra capturar mi memoria. Sin embargo recuerdo perfectamente el meollo de la trama: Se trataba de un individuo que subía a un ómnibus atestado de pasajeros y al rato sentía un pinchazo en un hombro. El autor de éste había desaparecido por encanto, dejando en el torrente sanguíneo de nuestro personaje, una misteriosa sustancia. Nuestro hombre, impotente para ubicar al gratuito y desconocido agresor, termina por bajarse en su destino. Minutos después siente la necesidad de expresar algo y ese algo es un anuncio comercial que sale de su boca en forma totalmente involuntaria. Así se pasa horas, convertido en un anuncio publicitario parlante, que va por doquier hablando de las bondades de un conocido producto. Obviamente el desconocido del bus le había inyectado una droga para tal efecto. Y lo había hecho sin su consentimiento, violando todos sus derechos como persona. El cuento me impresionó e imaginé lo terrible que sería el mundo si alguna vez la falta de respeto por la persona llegara a esos extremos. Hoy siento que algunas pesadillas imaginadas por la ficción literaria se convierten en algo cotidiano. Y lo peor de todo es que los estados y las autoridades permanecen a menudo impasibles ante tan monstruosa realidad.
Usted que es un jubilado, duerme la siesta tras el almuerzo. Ha logrado conciliar el sueño, su cuerpo descansa en beneficio de su salud, imágenes de lo más agradables son proyectadas en el cinematógrafo de su mente cuando suena el condenado teléfono de la mesita de noche. Tamaña irrupción podría estar justificada si se tratara de la llamada de un familiar con problemas o de la noticia de que su mujer se sacó la lotería. Pero no, es la grabación con la voz anónima e imbécil de una vendedora o vendedor de servicios extras de telefonía, ya sea llamadas internacionales de oferta o paquetes promocionales de telefonía, cable e internet. Y lo más indignante es que no hay modo de contestarle a una grabadora, de mentarle la madre, por habernos despertado. Y si usted tiene teléfono móvil, el conocido celular, no solo está –dicen algunos científicos- expuesto a radiaciones que podrían a la larga producir cáncer, sino al atropello inaudito de los mensajes malditos con que estas empresas que se zurran en todo, nos interrumpen hasta cuando estamos manejando en la Vía Expresa.
El usuario no puede quejarse ante una grabación, pero cuando llama a un número especialmente asignado para quejas, lo primero que escucha es que la conversación que vendrá entre usted y la operadora será grabada.
No hace mucho ha salido en el Perú un dispositivo legal para impedir que la invasión ilegal de estas empresas y servicios a la intimidad del usuario y ciudadano se concrete. Sin embargo hay que hacer un trámite ante una entidad del Estado. Pero porque miércoles no se prohíbe del todo. ¿A quien le gusta que lo jodan en sus momentos de descanso?
Igualmente se debe prohibir que los alcaldes –hay pocos alcaldes inteligentes- den permisos a 50 ciclistas para que cierren avenidas y perjudiquen a cientos y miles de automovilistas. O a procesiones religiosas, o hasta señoras pitucas que quieren quemar grasa haciéndonos quemar el hígado. La democracia tiene que ver con todo esto, con la imposibilidad de que una empresa o un alcalde hagan uso abusivo de su poder, ignoren los derechos ciudadanos. Y no se quejen luego cuando la gente estalla como un volcán en las protestas sociales. Hay mala energía acumulada en cada una de las víctimas de los cotidianos abusos como los que hemos descrito y que hubieran asombrado al buen y gran Felisberto Hernández.

sábado, 19 de julio de 2008

¡Jebes, ,jebes!


La cultura sexual, todo aquello relativo al sexo, ha experimentado cambios extraordinarios en los últimos 40 años. Aquí y en la Cochinchina, como solían decir nuestros abuelos. Para mí lo que mejor ilustra esta aparatosa transformación de la vida y costumbres sexuales de las últimas décadas es la salida de las catacumbas del popular condón. Recuerdo con absoluta nitidez que siendo un mozalbete de 18 años, allá por 1968, cuando uno se paseaba por las inmediaciones del Parque Universitario, más exactamente de la intersección de la avenida La Colmena y el jirón Azángaro, individuos con sospechoso aspecto de gente al filo de la legalidad, le abordaba a uno y en voz baja le mostraban sobre la palma de la mano, muy solapadamente, casi con ademanes de agente secreto, una cajita de color encendido , al tiempo que anunciaban, con inconfundible acento de los bajos fondos: ¡jebes, jebes!. Era oportunidad pintada de adquirir ese adminículo que una todavía modesta información escolar nos decía que era capaz de protegernos de las enfermedades venéreas, pero sobre todo de la posibilidad de embarazar a una chica. Pero como en esos tiempos de colegios exclusivos para varones y exclusivos para mujeres, no existían condiciones como las actuales para la interacción fluida entre los géneros, eran raros e infrecuentes las relaciones sexuales pre matrimoniales entre enamorados. Rarísimas. Pero uno compraba los profilácticos, que venían de contrabando y eran vendidos de modo clandestino, casi como adquirir una droga, con ese encanto de lo prohibido. Uno podía alardear con la posesión de una de esas cajitas, mostrarlas a los amigos, que daban por sentado que su uso en un futuro inmediato era obvio. Pero no lo era y la cajita con los 3 consabidos jebes terminaba por ajarse, cuartearse, romperse, arruinarse. En algunos casos uno se los regalaba al primo mayor, que ya frecuentaba prostíbulos, para que el condón cumpliera su destino manifiesto. En otros casos los inflaba para jugar una broma a la vecina: los pegaba en su puerta. O simplemente los lanzaba a la acera.
Lo curioso es que cuando uno empezaba a visitar prostíbulos ya no usaba condones. Se había olvidado de todas las recomendaciones del pacato instructor del colegio, y jugaba un poco a la ruleta rusa con los gonococos que por allí andaban.
En los 70s cuando a uno le urgía comprar un preservativo ingresaba a una botica. Si tenía suerte los dependientes era varones y era fácil comprar. Pero a veces el personal era mixto y una señorita lo encaraba a uno, que había estado haciendo tiempo mirando las musarañas: “Y usted que desea, joven”. Y uno se chupaba y contestaba que estaba esperando a un empleado de sexo masculino para hacerle una consulta. “¿Qué consulta?” “Una consulta privada”. A veces la muchacha sonreía, o simplemente dejaba las cosas como estaban.
Como todos los peruanos de mi generación he usado el condón muchas veces, lo que ha tenido un efecto demográfico considerable. Solo recuerdo que una vez en los 80s –y me disculparán los lectores por lo sórdido de la anécdota- me ocurrió un accidente: al terminar la sesión amatoria el profiláctico había desaparecido como por arte de magia. Con la ocasional pareja que me acompañaba busqué por toda la habitación. Levantamos la ropa de cama, movimos el box spring, en cuclillas revisamos cada loseta del baño, hurgamos hasta en cajones, que nada tendrían que ver en este percance. Es cosa, del Diablo, coincidimos ella y yo, siempre el Cachudo esconde las cosas de forma tal que éstas nos están mirando y no nos damos cuenta. Pero pronto se nos agotó la paciencia y al Diablo con el Diablo. El condón no podía estar en otra parte que en lo más íntimo de la anatomía femenina. Me convertí por unos minutos en un improvisado ginecólogo y al fin hallé el escurridizo preservativo. Lo alcé triunfante frente a la chica, que indignada me espetó: ¡Idiota¡. Gajes del oficio.
Hace poco, en el nuevo siglo fui a comprar un profiláctico al “market” de una estación de gasolina, que allí también los venden y de muchas marcas, colores, sabores y características de lo más graciosas. La joven que atendía me preguntó de que marca y tipo deseaba, casi tenían todas. Me lo dijo como si se tratara de galletas o bombones. Ahora sé que me estoy volviendo viejo: Le dije “déme cualquiera”. Pagué y salí rápido del establecimiento como si una máquina del tiempo me hubiera transportado a los 70s y la sangre se agolpara en la cara de súbito por una situación tan embarazosa como solicitar a una mujer desconocida algo tan íntimo como un jebe.

miércoles, 2 de julio de 2008

Dar y tener


Alguna vez, en busca de una frase que resumiera -como hace el relámpago con la luz- la vida sabia, me topé con tres palabras muy simples y modestas. Eran el título de un libro de poemas: “Dare e avere”, título que fácilmente podemos trasladar al castellano como “Dar y tener. He allí la suma del vivir bien, del existir con sabiduría. Su autor, un poeta sabio, un humanista de estos tiempos deshumanizados y deshumanizantes : Salvatore Quasimodo.
Que sea italiano, como Eugenio Montale, que en medio del fragor de la guerra, y de la peste del fascismo, pudo encontrar para la poesía un lugar entre el olor de los limones y el esplendor solar; o como Giuseppe Ungaretti, que escribió inigualables versos de solidaridad humana, no me asombra. Así son , por lo general, los italianos: malos soldados -para desgracia de cerdos como Mussolini- pero buenos hombres , amantes y esposos.
¿Y a cuento de qué viene todo esto? A que recordaba también la historia de una masacre nazi en la plaza de una pequeña ciudad italiana, masacre de la que fue testigo una niña que treinta años más tarde sería mi “profesorezza” en el Istituto Italiano di Cultura. En las palabras de la madura, pero bella Carla ( hablaremos en otra ocasión de la belleza otoñal de las italianas) no percibí odio contra los alemanes que vestían el uniforme del Tercer Reich, sino una sobria repugnancia hacia los bárbaros. Es lo que en medio de una hermosa afirmación por la vida, volví a percibir en la “Vita e bella”, el extraordinario filme de Roberto Begnini.
Por eso no me asombra que el querido Quasimodo haya escrito “Dare e avere”. Para ser medianamente feliz, que es la única forma posible de ser feliz, hay que saber dar , y es aquí donde entramos a los territorios de la generosidad, la solidaridad, la compasión.
Dar, sin embargo, se ha ido convirtiendo en el verbo de la utopía. Tener, poseer, acaparar, ambicionar, despojar son verbos de mayor vigencia gracias al virus del exitismo , que como una influenza del alma arrasa con los más jóvenes. Lo veo en mis hijos mayores y en sus amigos que piensan que la solidaridad solo es compatible con los Traperos de Emaús o las hermanitas de la caridad.
Pero toda vida, para ser equilibrada, productiva y digna, debe procurar, asimismo, satisfacciones personales. Dar, pero también tener, poseer los buenos bienes de la tierra: una mujer de cálidas piernas, hijos que crezcan como álamos, un seco de cordero con la vieja receta familiar (donde no debe faltar la naranja agria) , y los libros que amamos. Alguien dirá y qué de la casa campestre o la de playa, y qué de eso que llaman poder.
Bueno, uno puede tener todo aquello, siempre y cuando conozca los límites de cada cosa, porque como dicen, no los italianos, sino los chinos: un hombre puede poseer diez mil acres, pero duerme en una cama de dos metros. Y agregaría: y se duerme para siempre, en otra de similar medida.

sábado, 28 de junio de 2008

Pendejo,pendejazo y pendejerete


El pendejo nació así. Desde pequeño sacó siempre ventaja. Los retos de la juventud lo confirmaron y las dificultades de la adultez lo consagraron. Reza el dicho “Lunarejo pendejo hasta viejo”. No tanto por lunarejo, sino por pendejo, porque el pendejo es invariable e irreductible, incorregible e indomable. La pendejada es una aptitud y una actitud. No cualquiera puede ser pendejo. Se dice que para eso hay que tener calle, es cierto, pero además de lo que venimos hablando, una disposición genética para ser inescrupuloso e irresponsable, aunque puede ser –y a menudo lo es-malvado, avieso. La pendejada no cesa, siempre el pendejo está en actitud de joder y sacar ventaja de los demás. Un pendejo sin pendejada es un cántaro vacío, un río seco. Pero hay pendejos que se ven obligados a portarse como caballeros y son cínicos, suelen señalar o delatar la pendejada ajena y pasar desapercibidos. Si quisiéramos ser puntuales podríamos decir que la más grande pendejada es pasar por cojudo. El pendejo más peligroso es el pendejo inactivo. En el momento en el que empieza a ser él mismo es terrible, es capaz de cualquier cosa. El pendejo se ve a si mismo como un ser afortunado y ha menudo lo es, o resulta siendo así porque la sociedad peruana es benévola con el pendejo y la pendejada. Incluso a menudo la celebra. El pendejo, hay que decirlo ya, es la versión criolla del pícaro, del buscavidas, del sinverguenza. En el Perú el pendejo puede equivaler a pícaro a veces y entonces tenemos un sinverguenza gracioso, cuyas malandrinadas son materia prima para los chistes. Pero a menudo el pendejo en el Perú no es gracioso, sus malas acciones dejan una estela de sinsabor, de frustración , de engaño, de perfidia.
El Perú admira al pendejo porque lo considera un triunfador. En la adolescencia ser pendejo es una virtud, ser cojudo, quedado, lorna o nerd un defecto o una tara. Hay en el inconsciente la idea de que en este país solo triunfan los pendejos y si uno no lo es, puede llegar a la cima pero con mucho sacrificio, muchísimo más que lo que le costaría a un pendejo o zamarro de siete suelas. En cambio es posible que si aplaudámos al pendejo que llegó a la meta con gran ingenio y malas artes.
El pendejazo es un pendejo que hizo historia, algo así como un estafador que arrasó con el ahorro de miles con la modalidad de la pirámide, o el banquero que logró que a la ruina de su banco acudiera el Estado para salvarlo, o el político mendaz y ladrón que termina dictando conferencias por medio mundo en plan de estadista global. La gran pendejada no solo no merece la persecución de la justicia y la cárcel, sino que se convierte en una hazaña digna de emulación por las juventudes trastornadas de este tiempo.
El pendejerete es una versión light, edulcorada, con sacarina, del pendejo. El pendejerete tiene actitud de pendejo, pero no tiene aptitud para pendejo, le faltan condiciones, reflejos, concha. El pendejo hace las cosas bien, jode de verdad, el pendejerete muere en el intento muchas veces, su pendejada se descubre, incluso puede merecer burla. Al pendejo se le admira y también se le condena, al pendejerete se le desprecia. El pendejerete a menudo queda al descubierto por pretender ser demasiado pendejo, error en el que un pendejo auténtico nunca caería. El pendejo sabe cuanto jode , a quien y en que momento. El pendejerete es impertinente. No sabe con quien se mete y ni en que oportunidad. El pendejo siempre está ya lejos cuando ya uno quiere castigarlo o devolverle la pendejada, el pendejerete deja todas las huellas posibles y pone el poto para que se lo pateen.